A las siete en punto de la mañana amanece en el DF. A esa hora la
ciudad está aun quieta, la Avenida Ejército Nacional vacía, con
algún coche esporádico que la atraviesa. No se oyen sirenas ni de
la policía ni de las ambulancia de la Cruz Roja de México que
vienen a arribar a la sede que tenemos en frente de casa. Solo se oyen
los pajaritos en un concierto bien variado de trinos, porque siendo
esta una urbe descomunal y brutal, está llena de vegetación,
cualquier delegación cuenta con sus altísimos árboles, y con sus
parques, y las aves son sus habitantes naturales. Algunos parques son enormes
como el Bosque de Chapultepelt o el de Las Lomas, otros más modestos
peros espolvoreados cada varias cuadras (manzanas).
Los pajaritos de estas
latitudes merecen un estudio
aparte, que cuando pueda os contaré, pero me temo que necesito
tiempo para familiarizarme con sus especies. Suenan a cotorras y
loros muchos de ellos, pero cuando los he podido observar de cerca,
he visto que son canarios, una especie de tórtolas de menor tamaño y gorriones gordinflones.
Sigo durmiendo poco. Puede que sea fruto del Jet Lag, como cree Dani, y que además mis nuevas costumbres y horarios estén colaborando a prolongarlo, pero lo cierto es que me he aficionado a estar desvelada en estas horas en las que la ciudad despierta y la casa duerme, en la que puedo estar un ratito tranquila con mis pensamientos, chatear con la familia y los amigos de España y ser plenamente consciente de lo afortunada que soy por tener la oportunidad de vivir tantas vidas y tan diferentes empaquetadas en una sola que casi seguro se quedará pequeña.
Mi felicidad está hecha de cositas pequeñas, de ratitos, no es un estado perpetuo, es una sensación de bienestar y calma chicha que a veces se ve desbordada por alguna emoción que te hace consciente de tu fortuna. Está asociada a pequeños placeres y momentos que despiertan los sentidos.
Y los sentidos hay que estimularlos. Un sentido que tengo yo muy desarrollado es el del gusto (no hablo del buen gusto, que eso es opinable, si no del gusto de las papilas). Si el dicho dice que a un hombre se le gana por el estómago, está claro que a mi se me pierde, porque en los aromas y sabores de un buen ágape desaparezco brumosa dejándome llevar.
México DF es una ciudad
inmensa y cosmopolita acostumbrada a acoger a viajeros migrantes, en
lo poco que me he relacionado con ella aun, descubro que está
construída como otras ciudades mediterráneas que conozco, sumando y
haciendo huecos, aunque esta ciudad ha peleado mucho por su
independencia y su carácter, y muestra con orgullo sus señas de
identidad: su bandera inmensa en el Zoco, sus nombres mexicas y sus
serpientes emplumadas (me recuerda en eso mucho al carácter catalán
y esa misma mezcla de orgullo y raíces y de generosidad me hace
apreciarles).
Así, en las grandes
superficies de esta ciudad una puede encontrar las mismas viandas a
las que estaba acostumbrada en su lugar del mundo de origen: aceite
de oliva, frutas y verduras, leche de soja si hace falta, embutidos
de todo tipo, incluyendo el chorizo curado (aquí lo llaman “tipo
Palacios”, porque el local es como el nuestro sin curar) y hasta
jamón serrano. Hay vinos de todas partes del mundo, incluídos
Ribera del Duero y Rioja, y en una franja de precios muy, muy similar
a España. No hemos encontrado aun ese vinillo de tetrabrik manchego,
fundamental para el tinto de verano, pero todo se andará. No
encuentro tampoco el refresco de limón. Lo hay de todos los sabores
imaginables y los inimaginables, pero aquí la lima en fruto es tan
abundante y rica, que se ve que nadie se plantea comercializar una
versión sucedánea con burbujas y azúcar, así que estoy arreglando
mis cervezas claras con limón (champú) con un Sprite sabor lima que
le da un aire aunque un poco más dulzón.
Resulta que vivimos en el
barrio judío de la ciudad, lo sospechamos cuando empezamos a dudar
si la kiphá y el gorro negro cordobés se habían puesto de rabiosa
moda y actualidad. Nos lo confirmó nuestra casera cuando nos
recomendó el mercado de los martes que los judíos arman en una
calle enfrente de la nuestra. Así además a toda la oferta anterior
hay que añadir una versión judía. En frente de casa tenemos un
Burger King y a su lado un Kosher King (y un poco más allá mi
taquería favorita: el Pozo del Gozo, ¡no me digáis que el nombre
no es una declaración de intenciones!).
En nuestra misma calle,
un poco antes de llegar al museo Soumaya (también conocido como
museo Carlos Slim, porque alberga parte de su exquisita colección de
arte privado. El nombre es el de la esposa difunta del prohombre), se
encuentra incluso una delicatessen catalana que ofrece todos esos
productos que a mi se me han hecho imprescindibles tras un año
residiendo en Bonastre: butifarras de todos los colores, longanizas,
fuets, sobrasadas...)
Pero no es lo conocido lo que excita mis papilas, es todo lo desconocido ofrecido aquí. La visita al hipermercado me aproxima casi al síndrome Stendhal.
Aun ando sobrecogida por la visita a la pescadería, con una cantidad de cangrejos, cefalopodos con y sin concha y peces que si yo había visto antes, debía de haber sido en el acuario del zoo, qué ricos todos además. Ya he probado a hacer un arroz con bivalvos y chili amarillo, y tengo en el congelador unos cuantos peces haciendo la purga del anisakis que en breve probaremos en ceviche.
La visita a los productos
de carnicería elaborados son otro placer para la vista. Aquí puedes
encontrar unas salchichas verdes requete verdes, como un marciano de
la marvel, que llevan mezclado chile.
Pero lo que me tiene
muda por la impresión es la cantidad de frutas nunca vistas, y
hortalizas que no sé ni pronunciar ni cocinar y que me traigo a
casa, pruebo en crudo y luego decido como las voy a aviar. Cactos,
pimientos dulces de todos los colores y tamaños, jitomates (que son
los tomates maduros mediterráneos) y tomates (que son unos tomates
muy verdes y más pequeños, pero mayores que los cherrys). Chiles,
el incríble mundo chile.
Si os gusta el picante, como a mi, aquí
gozaréis. Porque el picante no solo pica, tiene sabor, aroma, deja
regustitos en la boca diferentes según sea uno u otro. Los chiles se
podrían dividir en dos tipos: los chiles rojos y secos o chipotles y
que se obtienen fundamentalmente de los jalapeños dejados madurar y
secar, aunque también se utilizan otras variedades como el chile
pasilla, el morita o el mora. Estos chiles no sueltan su sabor
picante hasta que se empapan, y a mi me encantan macerados con
jitomate, un poquito de vinagre, un poquito de orégano, una punta de
azucar y aceite, mmmmm! Me lo comería a cucharadas. Luego está el
chile verde, que son las versiones inmaduras y frescas. A mi me gustan todos,
cada uno tiene su gusto diferente, y preguntarme cual prefiero es
como preguntar a un niño a quien quiere más si a papá o a mamá, o
a mi madre con qué se quedaría si con su Samsung S1000 o con su
Tablet.
El grado del picor se
mide con una escala internacional que calcula cuantas veces debe
diluirse un extracto en agua para que el picor desaparezca. Esta
escala se llama SHU (Scoville Heat Unit). Por poner un ejemplo: el
pimiento morrón tiene 0 SHU, el chile verde unos 1.500 SHU, los
jalapeños entre 3.000 y 6.000 SHU, y los habaneros unos 300.000 SHU.
Y luego ya los records: el Naga Viper tiene 1.382.112 SHU, y el más
picante del mundo: el chile verde Escorpión de Trinidad con
1.463.700 SHU. Ahí es nada. Si estas variedades no están en el
súper, entonces hay que ir a un mercadito de barrio. Y entonces os
cuento de que mercadito me he enamorado yo.
A San Ángel se llega
fácil desde nuestro barrio, el de Polanco. Tan solo hay que tomar el
metro (un dato curioso, aquí el metro va muy, muy deprisa y sobre
ruedas, no sobre raíles) y detenerse en la parada de La Barranca del
Muerto, siete después de la nuestra y última de la línea. Debe su
nombre, (que a mi me encanta y me hace entonar por dentro un “ron,
ron, ron, la botella de ron”) a que lo que ahora es la avenida
principal del barrio, antes era una barranca de unos 15 metros de
profundidad. Estaba en pleno barrio de Mixcoac, que allá, hacia 1910
en el fragor de la Revolución, ambicionaban carrancistas y
zapatistas. Los enfrentamientos tan frecuentes entre ambos bandos
ocasionaban tantos muertos que muchos de ellos iban a parar al fondo
de la barranca. La leyenda cuenta que las almas de estos muertos
vagan por el barrio penando, algunos de ellos sin cabeza.
Bajándose en esta parada
ya se empiezan a apreciar los puestos de mercadillo. Aun hay que
caminar un poquito más. Es un buen trecho y si uno no es andarín o
llueve a mares, como nos pasó a nosotros, se puede tomar un autobús
(aquí llamados metrobus) o un taxi que hace el recorrido en un
santiamén y por un precio inferior a 1,20€. Y entonces hay que
detenerse en el Mercado de Melchor Múzquiz y quedarse mudo ante el gran
mural que el mercado tiene en su portada. Mide unos 450m2 y es obra
del artista mejicano Ariosto Otero.
Sus personajes (entre los que se
encuentran miembros ilustres de la cultura mexicana como Carlos
Fuentes, Octavio Paz o Juan Rulfo) cuentan la historia del comercio
en México, reivindicando la justicia social que merece el campesino
y por si esto no fuera poco, está realizado con técnicas y
materiales tradicionales indígenas, respetuosos con el medio
ambiente (ahí es nada). Sin saber todo esto, es igualmente bonito e
impresionante.
El interior del mercado
también lo es. Lleno de olores, colores, sabores, y todo tipo de
productos, desde cazuelitas de barro hasta vestidos para festejar los
15 (años), la comida casera elaborada por la madre del restaurante
riquísima y muy barata y abundante (¡yo no pude acabarla!).
En el DF existen infinidad de restaurantes con propuestas originales y chic y chidos, como lo existen en cualquier parte del mundo donde se instale un gran chef. Pero a mi me encanta comer en las cantinas de barrio, donde ofrecen “comida corrida” (menú del día) por unos 3€ y se cocina casero y como se ha cocinado siempre: los callos en una especie de sopa picante, los chilaquiles (nachos nadando en una especie de enchilada verde y caliente... y que acompañan la carne) los moles con chocolate (amargo, no dulce), los tacos del pastor... O en los puestos de la calle donde se puede comer y muy bien por poco más de 1€
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En el DF existen infinidad de restaurantes con propuestas originales y chic y chidos, como lo existen en cualquier parte del mundo donde se instale un gran chef. Pero a mi me encanta comer en las cantinas de barrio, donde ofrecen “comida corrida” (menú del día) por unos 3€ y se cocina casero y como se ha cocinado siempre: los callos en una especie de sopa picante, los chilaquiles (nachos nadando en una especie de enchilada verde y caliente... y que acompañan la carne) los moles con chocolate (amargo, no dulce), los tacos del pastor... O en los puestos de la calle donde se puede comer y muy bien por poco más de 1€
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Y después hay que pasear
para ayudar al estómago a procesar tanto rico y contundente, y hay
que callejear por sus empedrados, bordeados con casitas típicas y
coloridas, y apreciar los escaparates, con sus galerías de arte, y
sus propuestas bohemias (me he quedado enamorada de unos zapatos de
cordones, tipo masculino, pero de mujer, de lentejuelas rosas).
Y sentarse en un cafetín con buenos amigos a charlotear, reirse, tomar unas micheldas (vaso de cerveza con jugo de limón, y el borde nevado en sal) y dejarse asaltar por la tuna cantando “Clavelitos” y “Compostelana”. Cuantos placeres disfrutados y cuantos aun por disfrutar (y ya sé que decirlo justo después de mencionar a la tuna es un contrasentido).
Y sentarse en un cafetín con buenos amigos a charlotear, reirse, tomar unas micheldas (vaso de cerveza con jugo de limón, y el borde nevado en sal) y dejarse asaltar por la tuna cantando “Clavelitos” y “Compostelana”. Cuantos placeres disfrutados y cuantos aun por disfrutar (y ya sé que decirlo justo después de mencionar a la tuna es un contrasentido).
En fin, termino por hoy con mis descubrimientos básicos y fundamentales de supervivencia: al híper hay que ir en sábado, porque todas las firmas de alimentación promocionan y te invitan a probar todo tipo de cosas ricas, una en cada pasillo, así que primero picas unas verduras, luego unos taquitos, un poco de embutido adobado, o una carne asadita, y ya después un jugo, o unas frutitas, o unos yogures, o leche con sabores, solo hay que organizarse muy bien el orden de los pasillos y vuelves a casa con la comida hecha.
También hay que recordar
que la lengua es un ente vivo que evoluciona de diferente manera
según lugares. Las mismas palabras tienen distintos significados
según la parte del mundo donde lo digas. Si para unos un capullo es
un brote tierno evocador, para otros un presidente del gobierno
cualquiera. Y ya sé que me repito, pero ni aunque se vaya con prisa,
no se debe gritar a tu compañero de un pasillo a otro: coge tú los
tomates, coge la leche, coge arroz, coge cervezas... porque verás
como los padres huyen de tí escandalizados tapando los oídos a sus
hijos y el resto se muere de la risa. En México solo se coge en la
intimidad, no como nosotros.
Besitos.